Esperando la propia muerte.

Resumen

Las palabras del doctor Joan Coderch, fallecido en estos días, “estoy esperando el final” sugieren la consciencia de quien se enfrenta a la propia muerte, a quien la espera. Todos los seres vivientes están sometidos a la ley del ciclo de la vida: nacen, crecen, maduran, se reproducen y mueren. La peculiar ubicación del ser humano entre los seres vivos le dota de la posibilidad de la conciencia de la propia muerte. Lo que permite estar aguardándola, esperándola; esperando la propia muerte. Mayoritariamente el ser humano vive como si nunca fuera a morir. En el inconsciente, como dijo Freud, la muerte no existe. En las distintas culturas se dan ritos del paso de la muerte que vienen a considerar, mayoritariamente, la muerte como una transición a una nueva forma de existencia. Esperar la propia muerte es enfrentarse al imaginario en que uno se separará de la aparición en este mundo, desaparecerá. La aceptación de la propia muerte apunta a una fantasía de armonía con la existencia y con la condición de nuestra finitud. Si cabe, la psicoterapia puede ayudar a hacer el duelo de la propia finitud.

Recuerdo unas palabras que Joan Coderch me dijo: «estoy esperando el final». Dado que era consciente de que estaba perdiendo capacidad cognitiva, memoria -para ser más precisos- había decidido dejar de escribir. Ha fallecido en estos días (22/7/2025). Coderch fue un escritor de temática psicoanalítica muy consistente que escribió y publicó diferentes trabajos y libros entre 1957 y 2020. Sin menospreciar, ni mucho menos, su trabajo clínico, psicoanalítico, que él mismo decía que se había prolongado durante 5 décadas de su vida. Pero llegó un punto en el que su escritura -y antes, su trabajo clínico- se detuvo, ¿por qué? Se veía esperando el final, esperando la muerte, la propia.

La condición humana.

La muerte forma parte natural e inevitable del ciclo de vida. Sí, la vida es un ciclo: nacemos, crecemos, maduramos y, finalmente, desaparecemos con la muerte, la propia muerte. Y como bien sabemos no es sólo el ser humano quien está sometido a este ciclo, sino todo el reino de seres vivientes. La peculiar ubicación del ser humano entre los seres vivos le dota de la posibilidad de la conciencia de la propia muerte. Lo que permite estar aguardándola, esperándola; esperando la propia muerte.

El hecho de que los vivientes estemos sometidos al proceso de la vida y de la muerte da sentido y equilibrio a la existencia. Unos se marchan, otros permanecen -que se marcharán más tarde- y otros vienen, que también se marcharán y así sucesivamente. En todos los ámbitos de aparición de seres vivientes aplica esta ley. Lo que permite la renovación y el equilibrio de los ecosistemas. En la naturaleza, cuando un organismo muere, sus nutrientes y energía se reciclan en la naturaleza misma, alimentando a otros seres vivos. Lo que promueve la continuidad de la vida: la existencia de las nuevas generaciones depende de la muerte de las anteriores.

Sin embargo, ésta no es la mirada frecuente que condiciona la recepción de la muerte humana entre los propios humanos: la muerte del otro. De manera especial cuando el otro es alguien que mueve sentimientos y emociones en nuestro interior. Quizás racionalmente se puede ver la muerte -la del otro- como una experiencia natural. La muerte humana nos empuja hacia la consideración del misterio: ¿qué es ese fin? Ciertamente la muerte del otro la podemos contemplar, pero no la propia, que sólo podemos esperarla: esperando la muerte. Recuerdo las palabras de otro psicoanalista muy apreciado -también catalán, Pere Folch: «no sé imaginarme la nada (la muerte)».

La muerte en la cultura.

En el inconsciente colectivo late la muerte, su poder. Son múltiples los signos que aportan las culturas de distintas épocas, con mitos, tradiciones, leyendas, producciones artísticas y literarias, rituales, etc. El humano sabe de la existencia de la muerte, sobradamente. Pero Freud decía que vivimos, los humanos, negándola. En el inconsciente, no existe. Dicho de otro modo, vivimos como si no tuviéramos que morir nunca.

En el cementerio de Poble Nou, está la escultura de mármol «el beso de la muerte» de autor discutido, Jaume Barba y Joan Fontbernat. El escultor eligió, en 1930, un esqueleto en lugar de un ángel para simbolizar el momento del fin de la vida: la muerte. Es un intento de imaginar lo imaginable, la experiencia de la muerte. La realidad de la muerte, la propia o la ajena, la esperada o la vivida, favorece la confección de rituales distintos. Todos ellos comportan la consideración de la muerte y se construyen para encajarla en la propia experiencia. Dado que la muerte no deja de ser vista como cierta disrupción.

Cada cultura los configura de acuerdo a su mentalidad. En la cultura mexicana y japonesa, entre otras, se tejen rituales que tratan de establecer vínculos entre los traspasados y los que permanecen vivos. En la cultura egipcia, las pirámides y los procesos de momificación trataban de retener a los muertos entre los vivos. El hinduismo construye rituales funerarios que faciliten la transición que la muerte conlleva en el ciclo del samsara o en la liberación (moksha) si procede. Igualmente en el animismo. En las religiones monoteístas la muerte es vista como la posibilidad del inicio de la vida eterna. Con imaginarios y simbolismos diversos, la muerte sale acreditada en las diversas culturas como transición a una nueva forma de existencia.

El imaginario propio.

Nuestra cultura -y todas- construyen ritos y símbolos para tratar con la muerte. Pero nosotros como individuos también vamos interiorizando la muerte, primero a través de la experiencia de muerte de los demás; después, la propia. La llegada de la muerte de los demás, especialmente, la muerte de alguien cercano, nos puede informar de la fragilidad de nuestra ilusión de eternidad. Ciertamente, nuestra expectativa y nuestra convicción más profundas pueden vislumbrar la idea de una vida perdurable. Sin embargo, con paso del tiempo, consideramos que más tarde o más temprano nos espera el final, la muerte: la marcha de este mundo.

Marchar de este mundo comporta una fantasía de separación: yo me separaré del mundo, perderé el vínculo con el mundo conocido y desapareceré. ¿Qué me esperará? ¿Me esperará algo? Al menos podemos decirnos: no sé. En el otro polo, puedo confiar en que sí. En tanto que muerto, no podré hablar. Como traspasado, trasladado a otro ámbito de existencia, quizás sí. Esto es afirmado desde la antigüedad por humanos de diversas latitudes. Aquí podemos citar las denominadas experiencias cercanas a la muerte que han tenido muchas personas que han muerto y vuelto a la vida. Describen un mismo patrón de experiencias positivas de luminosidad, bienestar, paz. Entre nosotros, el doctor Manel Sans Segarra, refiere estas experiencias que apuntan a una continuidad de la existencia más allá de la muerte.

Escultura  cogiendo con las manos la cabeza y besando en la frente del muerto. Esperando la propia muerte.

¿La muerte y todo lo que la rodea puede construir el edificio de nuestras emociones, comportamientos y decisiones a lo largo de nuestra vida? ¿De qué forma? ¿Puede incrementar nuestros miedos? ¿De anulación, de lo desconocido, de pérdida de nuestra identidad? No podemos olvidar que nuestro yo intenta controlar, poco o mucho, las experiencias que le suceden a diario. La muerte, en ese sentido, comporta, para el yo, una rendición.

¿La muerte como final?

Atribuimos a la vida, al intervalo de tiempo en el que se desarrolla y en el espacio en el que se manifiesta, la plenitud de su potencialidad. La muerte permanece fuera de esta atribución. La muerte suele ser vista como una traición, como una manifestación de la experiencia vital que nos impone una pérdida. Y esto es más así, cuanto más apegado se está en la vida manifestada entre las coordenadas existenciales, las del espacio-tiempo. Cuando más se aferra a hacer durar la vida y distanciar la llegada de la muerte. Ciertamente, también podemos encontrarnos con el deseo de la muerte, cuando uno se encuentra encarado a la limitación o el sufrimiento de diversa naturaleza. De ahí viene la eutanasia, cuya demanda anhelan cada vez más personas en muchos lugares del mundo.

Otra posibilidad es que se esté esperando la muerte. Lo más consciente posible. Que se esté en actitud de guarda, de guardián, velando por el momento en que puede producirse. Sin embargo, sabiendo que todo lo que yo pueda decir, imaginar, pensar, prever, etc, sobre la muerte, no es la muerte. Aquí está la atribución de majestuosidad que se consiente a la muerte. Pablo Neruda en su poema «La muerte» lo describe con belleza: Llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo, llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.

La construcción mental de un marco de receptividad a la propia muerte puede promover las fantasías de tolerancia a esta experiencia aparentemente dolorosa de separación. La aceptación de la propia muerte apunta, pues, a una fantasía de armonía con la existencia y con la condición de nuestra finitud. Francesco d’Assissi, en su Cántico de las Criaturas, dedica una estrofa a la muerte, denominándola «nuestra hermana muerte corporal».

¿Psicoanálisis de la propia muerte?

La aceptación de la propia muerte puede verse favorecida en el marco de una relación de ayuda psicoterapéutica. No menos que otros procesos de aceptación de nuestras dificultades y conflictos internos. Cuando menos nos quejamos de las condiciones de nuestra vida, cuáles sean, menos sufrimos. Esto aplica también a la espera de nuestra propia muerte. El desarrollo de una actitud de acogida, de espera tranquila, de la propia muerte puede desplegarse en el acompañamiento terapéutico.

El diálogo terapéutico paciente-analista puede ayudar a asumir la resistencia del paciente a la espera de la propia muerte y entender sus motivos. ¿Qué se está temiendo en verdad? ¿Me resisto a marcharme? ¿Cómo me voy? ¿Me inquieta ver cómo quedan los que no se marchan? ¿Cómo me siento en relación a ellos? ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo no hacer? ¿Puedo abandonarme a sentir confianza, esperanza o me gana la desconfianza, la desesperación? Todos tenemos alguna experiencia de cómo las preguntas que nos hacemos tienen una resonancia especial si son hechas en presencia de un otro. El diálogo terapéutico puede contribuir, si es necesario, al desarrollo de una actitud de tolerar el duelo de la propia finitud.

Epílogo.

La muerte se convierte en un símbolo universal que refleja nuestras ansiedades, esperanzas y creencias sobre la vida y sobre lo desconocido. De alguna manera la muerte es el corolario del misterio que representa nuestra existencia humana, sobre la tierra.

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