La soledad se define por la falta de compañía. Los orígenes emocionales de la soledad nos retrotraen a la vivencia emocional de los primeros años de vida en que el bebé tiene estrecha relación con la madre; es decir, a la compañía. Hay distintas formas de vivir la soledad igualmente como hay distintas maneras de vivir la compañía. La soledad repudiada es la que se resiste a no tener la compañía que se siente como una buena compañía. La soledad buscada se basa en la consideración que la compañía no es buena, o al menos, que no tiene las posibilidades atribuidas a la soledad. El psicoterapeuta puede ayudar al paciente a tomar conciencia de la configuración de sus compañías y de su soledad.
Partimos del punto de vista más habitual: la compañía es una buena compañía. Permanecer solo, privado de la buena compañía puede vivirse como una privación involuntaria del gozo del acompañamiento. Desde este vértice, la soledad en mi vida será algo más bien doloroso que placentero.
La soledad se entiende como la ausencia de compañía. La soledad, en sí misma, no tiene ninguna significación emocional a priori. La significación emocional viene dada cuando aparece el deseo, por ejemplo, cuando se desea la compañía que no se tiene. Cuando la ausencia de compañía es la ausencia de la buena compañía, de una compañía deseada, estamos frente a la frustración. Es esta frustración, que se manifiesta en la soledad, la causa del dolor mental.
Somos seres originariamente grupales. Nacemos en compañía. En nuestros orígenes no estamos solos, estamos acompañados. Es más, sin la compañía de los demás, no podríamos convertirnos en nosotros mismos; especialmente en los momentos más vulnerables de nuestra historia. Nuestra biografía se construye, habitualmente, rodeada de la compañía de otros, de los seres más cercanos a los más ajenos. Juega un papel esencial, en nuestra vida, la compañía de nuestros padres y de nuestros hermanos, cuando los hay. En la compañía de unos y otros se tejen los intercambios interpersonales que nutrirán nuestra vida mental de forma determinante.
Las interacciones interpersonales dentro del grupo familiar nutren la vida mental dado que los intercambios que se dan son de naturaleza profundamente afectiva. En la familia se vehicula el afecto de forma predominante, por encima de lo que se espera que ocurra en otros ambientes externos. Para el niño, especialmente cuando todavía no tiene acceso al habla, las vinculaciones emocionales tienen una importancia primordial para su estructuración mental. Es necesaria la compañía, pues, para la normal evolución psicofísica de la individualidad subjetiva de cada uno de nosotros. En los momentos iniciales de nuestra existencia, sin duda alguna, la soledad es perjudicial.
La ausencia de compañía define la soledad. Y, la compañía, es indispensable para el desarrollo de la vida mental, especialmente, en los orígenes de nuestra vida. La compañía de otras personas se internaliza, en la memoria implícita de la mente. La compañía deja huella en nosotros. La buena compañía, de forma especial. ¿Por qué? Porque la buena compañía se internacionaliza como experiencia gratificante: el otro es bueno con nosotros, a nuestros ojos de niño. El niño experimenta que la buena compañía le hace bien. En la medida en que la buena compañía es una ayuda primordial para el desarrollo mental, la ausencia de la buena compañía representa todo lo contrario.
Toda buena experiencia tiene un límite –y la mala, también. Si la buena compañía se convierte en una buena experiencia, en la medida en que, por las razones que sean, la buena compañía se acaba, ocurre el displacer. Y, en consecuencia, la añoranza de la buena compañía. Así, la madre que nutre a su bebé, le gratifica, con su compañía. El bebé vincula la experiencia de nutrición con la experiencia de la compañía de la madre. Ésta sería la raíz temprana del dolor atribuido a la soledad: la ausencia de compañía como fuente de insatisfacción.
El normal desarrollo infantil provee la experiencia de progresiva tolerancia a la ausencia de compañía, a la ausencia de gratificación. La ausencia de gratificación, durante un tiempo necesariamente limitado, aporta la experiencia de que la ausencia de compañía puede tolerarse. Siempre que se haya internalizado previamente la experiencia de la gratificación de la buena compañía. Evidentemente, la compañía puede ser eventualmente dolorosa para el bebé cuando la madre no conecta con las necesidades emocionales del bebé. Esta compañía negativa –que también deja huella– se experimentaría como ausencia de la buena compañía que se ha tenido.
La soledad está en relación con la compañía. La compañía puede ser vivida como gratificación o distorsión. El refranero popular ya lo sabe de tiempo antiguo: «un hombre solo está mal acompañado», «vale más solo que mal acompañado», entre otros.
Con el despliegue de la vida, los humanos pueden verse irremediablemente abocados a diferentes formas de soledad, por las pérdidas que el proceso vital comporta. La experiencia de pérdida de seres queridos es moneda frecuente en la vida humana. Para algunos, muy tempranamente ya se da, para otros, más tardíamente. También hay que se salvan, si mueren, ellos, antes que ningún otro.
La experiencia de soledad como ausencia de buena compañía podría alinearse con los procesos de duelo. En la medida en que uno echa de menos la compañía que no tiene. La soledad estaría teñida de un sentimiento de tristeza que querría alejar de sí. Sin embargo, la soledad también puede ser vivida como una buena compañía, puesto que daría la oportunidad de no sentirse presionado por los reclamos de la relación. Obviamente, lo que sólo sería verdad para aquellas personas sensibles a la experiencia, tanto de relación como de soledad.
Hay personas que no saben o no pueden estar solas; la soledad les asusta y huyen tanto como pueden. Necesitan la distracción de la compañía para no tener que encarar lo que emerge de sí mismos en su soledad. Por otro lado, en el otro polo, hay personas que necesitan la soledad para poder conectarse más consigo mismos. Es verosímil pensar que entrar y salir tanto en la relación como en la soledad sería un buen equilibrio, una buena indicación de salud mental.
Cuando no se desea la soledad, voluntariamente, uno se encuentra abocado a repudiarla; a veces, sin éxito. Esta vivencia de la soledad puede deberse a múltiples escenarios. Desde los configurados por la ausencia de una relación sostenida en el tiempo hasta los que lo están por la ausencia de ninguna relación previa. Tanto los que tienen que ver con el proceso de duelo -por la pérdida-, como los que no, no aceptarían encontrarse en soledad. La soledad sería repudiada.
¿Cómo sale una persona de una soledad que se le cae encima? Hay tantas maneras posibles como personas, al menos para intentarlo. Otra cosa es que sea eficaz el intento. Incluso que no sea peor el remedio que la enfermedad. Puede darse el caso de la persona que huyendo de la soledad se adhiere a relaciones o maneras de vivir más perjudiciales que beneficiosas.
La experiencia de tener que aguantar lo difícil de aguantar -la soledad en este caso- no es fácil vivirla. Se pueden llegar a tener, pues, por lo menos, dos problemas: el de no querer vivir la soledad y el de tener que aguantarla. De manera especial, si la persona acaba sintiendo que no lo logra.
Sin embargo, la ausencia de compañía puede ser algo que uno busque voluntariamente. Obviamente, cuando uno piensa o siente que la compañía no es una buena compañía. Así, la soledad no tiene valor en sí misma más que el que le adjudica la mente de quien huye de ella o de quien la busca.
La soledad puede ser vivida como una oportunidad para la realización personal, en la forma en que esta realización se concrete para cada uno. Vivimos inmersos en un mar de interacciones que nos obligan a unos intercambios que, en algunos -o muchos- casos no elegiríamos. La soledad, así, se convierte en una realidad buscada, voluntariamente. Entonces es la compañía la que se convierte en una mala experiencia, y se proyecta sobre la ausencia de compañía, sobre la soledad, el gozo. La compañía puede ser vista, pues, como un estorbo, como una limitación para la realización de lo que se elija. Desde esa perspectiva la soledad está exenta de carencias, de ausencia, está provista de posibilidades.
Los humanos podemos transitar de una circunstancia a otra en un espacio de tiempo, corto o largo. Se puede vivir anhelando la soledad, o realizándola, durante un tiempo y después anhelar la compañía y realizándola. Y al revés. Se puede querer huir de la soledad, realizando la compañía y, más tarde, anhelar la soledad y, tal vez, realizarla.
El proceso que se despliega en la consulta del psicólogo clínico comporta una cierta compañía, por la presencia del profesional. El paciente llega a la consulta con una situación emocional de necesidad de ayuda y, por tanto, realiza una relación de compañía con el psicólogo. El psicólogo acompaña el proceso que pueda ocurrir en la vida de sufrimiento que suele llevar a los pacientes a consulta.
Sin embargo, el diseño de la consulta comporta que el paciente tenga que mirar hacia dentro de sí mismo, para explorar qué le pasa. Esta mirada hacia adentro denota una cierta posibilidad de soledad, de estar el paciente consigo mismo. En la terapéutica de naturaleza psicoanalítica es más real que el paciente deba estar atento a sí mismo, a su mente. Siempre acompañado por la presencia del psicoanalista.
En psicoterapia se organiza una presencia y ausencia de sesiones, del tiempo de las sesiones de terapia. Así, el paciente debe poder tolerar, durante el tratamiento, tanto la compañía del psicoterapeuta como su ausencia. Al igual que el psicoterapeuta debe tolerar -y adaptarse- a las condiciones de la mente de cada paciente, llena de una historia de ausencias y de compañías. Y debe poder informar al paciente de la configuración que se organiza tanto en torno a sus compañías como a sus soledades.