La esperanza es necesaria para vivir, especialmente en condiciones mentales saludables. Sentir esperanza significará tener el deseo de que algo que se anhela, suceda. Proyectaremos hacia el porvenir la realización de situaciones más favorables, tales como el rechazo de situaciones desagradables. La esperanza, si es sentida, de algún modo ya es inductora de bienestar por cuanto dibuja una expectativa grata aunque proyectada a futuro. El deseo espera la esperanza, la esperanza esconde el deseo. La desesperanza es la ausencia de futuro o de futuro suficientemente placentero. Sin la proyección a futuro, no puede vivirse en condiciones mentales saludables. La desesperanza cierra horizontes, mientras la esperanza los abre. En psicoterapia, el analista se presenta –para el paciente– como alguien que puede sostener la expectativa de ser comprendido y acompañado en un camino hacia el cambio psíquico. Así puede convertirse en el sostén de la esperanza que el paciente necesita para vivir en aquella situación vital de necesidad de ayuda que pasa.
El ser humano está habitado por una realidad que no ha montado él mismo, sino que le ha venido dada desde fuera. Esta realidad, aparte de su cuerpo, que es suficientemente manifiesto, materialmente manifiesto, le dota de las capacidades mentales de pensar y sentir emociones. Los humanos son susceptibles de tener estados del ánimo, que pueden tener una valencia positiva o negativa. Entre los positivos encontramos: alegría, entusiasmo, cariño, serenidad, optimismo, gratitud, satisfacción, esperanza. Entre los negativos: tristeza, melancolía, ansiedad, estrés, miedo, enfado, aburrimiento, frustración, desesperanza. La valencia de los estados de ánimo estará siempre en relación con la atribución de significado que el sujeto adjudique a la situación que sea. Aquí siempre habrá las diferencias individuales: lo que uno validará como negativo podrá ser positivo para otro y viceversa. Pero la esperanza es necesaria para vivir. Aunque las razones para sentirla puedan admitir notables diferencias individuales.
La etimología de la palabra nos informa que proviene del latín, que significa ‘esperar’; que proviene, de la raíz indoeuropea, speh, significando ‘prosperar’, ‘expandirse’. Sentir esperanza significará tener el deseo de que algo que se anhela, suceda. Necesariamente, la esperanza siempre deberá vincularse con un estado de cosas superior, mejor, que el que uno tiene. En el corazón humano latirá, si se siente esperanza, la visión interna de un futuro mejor. El estado de ánimo rebosante de esperanza significará un motor para la vida humana. La esperanza necesaria para vivir.
Nuestra dotación humana, material e inmaterial, cuerpo y espíritu, nos aboca a una vida bajo las coordenadas del espacio y el tiempo. Por una parte, coordenadas físicas, espacio y tiempo físicos; por otro, coordenadas inmateriales, espacio y tiempo mentales. En el mundo físico nos vamos a mover, merced a la dotación material de nuestro cuerpo, en unos espacios y unos tiempos determinados. Sin espacio, no hay tiempo y viceversa, en el mundo físico. En el mundo inmaterial que también habitamos, nuestros estados de ánimo nos ocuparán espacio mental; pero también, tiempo mental. Así, proyectaremos hacia el porvenir la realización de situaciones más favorables, tanto como el rechazo de situaciones desagradables, siendo como somos seres de deseo.
Al sentir esperanza estaremos nutriendo nuestro espacio mental de calificaciones positivas, estaremos cultivando las buenas experiencias internas que necesitamos para vivir. Reeditando las primeras experiencias psicofísicas de confianza que tuvimos cuando éramos bebés en el regazo de nuestras madres, así como disminuyendo las de desconfianza. La esperanza es un motor de vida, de fe en el porvenir, tanto como de control del desbocamiento de las fuerzas adversas. Fuerzas adversas que también sentimos de pequeños y que merced a la atención de nuestros cuidadores hemos podido modular, yendo bien. La cuna de la esperanza actual.
Desde el principio de nuestras vidas tenemos experiencia de desear. La situación de desamparo en que nace el bebé humano le hace incapaz de satisfacer sus necesidades sin el auxilio de otro: usualmente, la madre. De alguna manera debe comunicar su necesidad, en forma de demanda, vocalmente, con gritos, llantos, para que la madre la atienda y la satisfaga. Progresivamente el bebé percibe la bondad de la presencia del otro por sí misma, desvinculada de la satisfacción de la necesidad. Aquí nace el deseo. Deseo que es deseo del deseo del otro: de ser objeto del deseo del otro, de su amor.
¿Qué entendemos por deseo? El anhelo o aspiración de obtener algo que se quiere tener, por tanto, algo que no se tiene. O que no se tiene en la medida en que se quiere tener. Si no hay carencia, no puede haber deseo. La esperanza, por el contrario, representa la expectativa de que algo bueno ocurrirá. La confianza que lo que se espera va a salir bien. Mientras el deseo está vinculado a la voluntad, incluso a la voluntad consciente de obtener lo que se cree que se necesita, la esperanza, no. La esperanza está unida a la posibilidad de obtener algo favorable. Es una expectativa menos nítida, más difuminada, que el escenario concreto que visualiza el deseo: yo quiero esto.
La esperanza, de algún modo, ya es inductora de bienestar por cuanto dibuja una expectativa grata aunque proyectada a futuro. El deseo no proporciona necesariamente una satisfacción, porque no está clara la posibilidad de éxito o no, de entrada. El deseo expone al sujeto a la frustración -y a la satisfacción- porque es una apuesta arriesgada, puede ir bien o mal. Los dos estados mentales son necesarios. El deseo espera la esperanza; la esperanza esconde el deseo.
La esperanza para serlo de verdad debe combinar razón y emoción. Por eso, la mente humana debe visualizar metas, averiguar los caminos para alcanzarlas y mantener la motivación a pesar de las dificultades. La esperanza necesita el contacto con la realidad; la prueba de realidad. La verificación de sus presupuestos, asumiendo las dificultades, tolerando la incertidumbre, o el sufrimiento, en su caso. A diferencia de la ilusión, la fantasía, que es tan sólo una visión de la imaginación aunque pueda ser atractiva pero que no tiene verosimilitud. O del optimismo que puede parecer también atractivo, por la confianza en que las cosas puedan ir bien, pero puede resultar superficial. Si no muestra una coherencia de acción y reflexión.
Viktor Frankl, psiquiatra, neurólogo y filósofo, entre 1942 y 1945, fue deportado a campos de concentración nazis, junto a su familia. Incluida su esposa, que estaba embarazada del que debía ser su primer hijo. Todos murieron, salvo él y su hermana. Esta horrible experiencia de vida le llevó a la conclusión de que sostener la esperanza de encontrar un sentido a la vida, favorecía mantenerse vivo. Aquí podríamos ver cómo la esperanza sostiene la actitud de resiliencia de quien está sometido a la dura prueba de la realidad. Dado que la resiliencia es la capacidad de pasar experiencias traumáticas y salirse de ellas, incluso con fortaleza.
¿Qué puede suponer la desesperanza? La ausencia de un futuro mejor, o incluso, la ausencia de futuro. Si no tenemos futuro, sólo tenemos presente y pasado; ambos sin la posibilidad de reconfigurarlos en un futuro mejor. La vivencia de condena, de cierre, de ahogo, se intuye. Sin la proyección hacia el futuro, no se puede vivir en condiciones saludables, mentalmente saludables. En estas condiciones de atrapamiento se pueden vivir situaciones de riesgo para la salud mental dado que no se encuentra interés en la vida. La desmotivación planea sobre el horizonte vital de la persona desesperanzada. El vacío existencial y la falta de sentido del vivir pueden agobiarla. Es el caso de los cuadros clínicos melancólicos que requieren atención especializada.
Se ve lo necesaria que es la esperanza para vivir. Y cómo la desesperanza puede matarnos, literal o metafóricamente. El humano necesita tener ese margen de expansión que aporta la esperanza; de lo contrario, la desesperanza supone un encerramiento que se puede sentir como una asfixia. La esperanza es una suerte de oxígeno para la vida mental. No se puede vivir una vida humana plena si no existe el sentimiento de esperanza, si hay desesperanza. La desesperanza cierra horizontes, mientras la esperanza los abre.
Nuestra vida infantil ha tenido que resultarnos suficientemente buena, como para que podamos mantener una expectativa esperanzadora en nuestras vidas. Nuestros cuidadores han tenido que aportarnos un entorno facilitador de esperanza. ¿Cómo? Transmitiéndonos la vivencia de confiabilidad; de que se puede depositar confianza en la vida, especialmente porque nos hayan amado. De lo contrario, estaremos en condiciones más difíciles para desplegar una esperanzadora expectativa en la vida. La desesperanza puede acosarnos más frecuentemente. A menos que nuestra vida adulta nos haya podido curar de nuestra carencia y nos haya proporcionado la posibilidad de la reparación.
El establecimiento de una demanda de ayuda profesional en una primera consulta por presencia de sufrimiento, ansiedad o desbordamiento emocional, muestra ya cierta expectativa esperanzada. Nadie asiste al psicólogo si no espera encontrar, al menos, un alivio, un futuro mejor. Una recepción, la del psicoterapeuta, que espera que sea lo suficientemente buena. De hecho, la sola decisión de pedir ayuda, anteriormente a la primera consulta, denota ya cierta dosis de esperanza del propio paciente. Luego tocará verificarla en la realidad de la consulta.
En la terapéutica psicoanalítica -y en otras relaciones de ayuda- se parte del presupuesto que el sujeto puede transformarse mediante la palabra. En un vínculo con el psicoterapeuta que favorezca la elaboración del inconsciente que está provocando sufrimiento mental. Este presupuesto ya es, también, un acto de esperanza, ahora del lado del analista. Por cuanto promueve la posibilidad de enfrentar sentimientos dolorosos (culpa, odio, tristeza, desesperación, etc) con la expectativa de elaborarlos para reconstruir un mundo interno más saludable. Que proporcione al paciente una nueva forma de vivir, más libre y más feliz.
El analista se presenta –para el paciente– como alguien que puede sostener la expectativa de ser comprendido y acompañado en un camino hacia el cambio psíquico. Es decir, puede convertirse en el sostén de la esperanza que el paciente necesita para vivir en aquella situación vital de necesidad de ayuda que ocurra. Ciertamente que el proceso psicoterapéutico psicoanalítico puede suponer momentos de dificultad para el paciente, dependiendo de lo que tenga que enfrentar de sí mismo. Lo cual es cierto, por ejemplo, ante la aparición del futuro cerrado en el depresivo, o de la anticipación catastrófica que hace el ansioso. También en estos momentos, el analista puede ser receptáculo de la esperanza del paciente, depositándole la confianza de poder salir adelante.