¿Por qué nos sentimos tristes? El enfoque psicoanalítico permite indagar en las raíces del sentimiento de tristeza. La tristeza es una emoción básica que generalmente se activa ante la sensación de pérdida. Perder algo valioso para uno supone una cierta mutilación; nos quedamos sin sentir que tenemos lo que acabamos de perder. El duelo sería el resultado de la persistencia del dolor de la pérdida durante un tiempo. La remisión de la tristeza permitirá que la energía psíquica que condensaba se redirija hacia nuevas metas y-o relaciones. En la melancolía sucede que el yo se hace uno con el objeto perdido y, consecuentemente, se pierde con la pérdida del objeto. La melancolía puede llevar al yo a un proceso de abandono, de renuncia general, de dimisión, de imposibilidad de desear. En última instancia, la tristeza, aunque dolorosa, es una oportunidad para el crecimiento emocional y el autoconocimiento.
La tristeza es una de las emociones humanas fundamentales, junto a otras emociones básicas. La comprensión psicoanalítica permite explorar la tristeza entendiendo sus raíces: por qué nos sentimos tristes? Aunque a menudo se asocia con experiencias de dolor la tristeza cumple una función en el equilibrio emocional y psicológico. En este artículo, profundizaremos en las razones de la tristeza.
La tristeza es una emoción universal que todos los seres humanos -y algunos animales- experimentamos en algún momento de nuestras vidas. Desde una perspectiva evolutiva, esta emoción puede haber servido para promover la introspección y la conexión social. Robert Plutchik, psicólogo y profesor de la Florida University, identificó la tristeza como una de las ocho emociones básicas. Las otras siete son: la alegría, el amor, la ira, la sorpresa, la aversión, el miedo y la vergüenza.
¿Cuando irrumpe en la consciencia subjetiva la tristeza? ¿Qué promueve en la mente humana su aparición? La tristeza generalmente se activa ante la sensación de pérdida. Es la persona la que decide qué es una pérdida para ella. Por ejemplo, una ruptura amorosa, la muerte de un ser querido, el fracaso de un proyecto o incluso la percepción de un ideal no alcanzado.
En tanto que seres humanos, que disponemos de un cuerpo que nos constituye, hemos de señalar que las emociones tienen, necesariamente, un registro corporal. Nuestros estados mentales afectan a nuestro cuerpo, se pueden expresar en nuestro cuerpo; así, la tristeza, puede tener traducción en el nivel fisiológico de nuestro cuerpo. Podemos tener la impresión de tener una disminución de energía, una sensación de pesadez en el cuerpo, una lentitud de movimientos. Esta afectación puede comportar, también, una modificación en nuestro comportamiento, por ejemplo, provocando una tendencia al aislamiento.
Desde una perspectiva psicoanalítica se puede entender la reacción triste como la necesidad de procesar el dolor de la pérdida. Necesidad que ha de llevar hacia el proceso de la reconstrucción subjetiva que permita elaborar la tristeza para situarse mentalmente en otra actitud.
Desde los albores de la práctica psicoanalítica la tristeza ha sido vista como una emoción vinculada a los conflictos internos y al dinamismo inconsciente. Ya el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, en 1917, en su obra “Duelo y melancolía”, destacó los dos estados emocionales relacionados con la pérdida. Ambos, la reacción de duelo y la melancolía, suponen un proceso. El psiquismo del ser humano triste queda atrapado por la injerencia de la tristeza en la intimidad de su mente.
Antes de la tristeza, podríamos observar la mente del sujeto y, hipotéticamente, no observaríamos conflicto alguno. La mente estaría tranquila, serena, gozosa, confiada o teñida de cualquier otra tonalidad emocional positiva, supuestamente. Todo estaría en su sitio ante la percepción subjetiva. La percepción de lo que el sujeto interprete como pérdida sería la sensación de amenaza, de dolor. Perder algo valioso para uno supone una cierta mutilación; nos quedamos sin sentir que tenemos lo que acabamos de perder. Nos es arrancado de nuestra propiedad.
Perder lo que nos es valioso nos despierta un conflicto interior que puede transitar por nuestra tristeza. Conflicto ¿por qué? Porque yo siento que no me quiero desproveer de lo que tengo que perder: una relación, una expectativa. En otras palabras, me puede dar rabia tener que deshacerme de eso que había tenido conmigo ¿Qué puedo hacer con mi rabia? ¿Qué me puedo permitir hacer con ella? ¿La puedo sentir? El dolor mental estaría en la distancia que yo sienta que hay entre lo que quiero tener y lo que tengo, o no tengo. Dolor que es la puerta de entrada a la reacción triste que puede tener distintas intensidades. El dinamismo inconsciente habrá que ver qué expresión tiene en cada persona triste si bien, en tanto que pérdida, siempre va a modificar al yo.
Ante la sensación de pérdida la respuesta emocional normal -y saludable- es el dolor. No podríamos considerar normal que la pérdida de algo que quisiéramos tener con nosotros no nos doliera. Esa muestra de tal desapego nos parecería impropia de la humana condición. El yo que tiene consciencia de que ha perdido algo valioso, un ideal, una situación, una persona, un objeto, ha de sufrir.
La tristeza es una primera posibilidad de manifestación del dolor por la pérdida. El ánimo subjetivo se transmuta, el estado de ánimo decae. La persona siente una cierta pesadumbre, desánimo, desazón. Es la traducción de la herida que siente el yo por la pérdida.
El duelo sería el resultado de la persistencia del dolor de la pérdida durante un tiempo. Si el dolor se mantiene en el tiempo se instauraría un proceso donde la tristeza estaría presente, de una u otra manera. O en su franca expresión en la consciencia individual, o relegada a un segundo plano en la inconsciencia de la mente.
En una reacción saludable se espera que en un tiempo prudencial la tristeza, que ha tomado lugar preferente en el escenario mental, remita. La remisión de la tristeza permitirá que la energía psíquica que condensaba se redirija hacia nuevas metas y-o relaciones. Si así sucede se habrá restaurado el equilibrio emocional que precedía a la reacción triste y el yo se habrá reconstruido de su herida. El duelo, precisamente, consiste en el proceso de aceptación y de renuncia al “objeto” perdido.
En el otro polo nos podemos encontrar con que el proceso de duelo, que se ha abierto en la mente, no se cierra. La tristeza persiste, el yo no se reconstruye, la energía que absorbe la tristeza en la mente no permite la restauración del equilibrio psíquico: sería un duelo patológico.
La melancolía sería una tristeza sobredimensionada, profunda, permanente, que vaciaría el ánimo de la persona haciéndola incapaz de goce alguno. Clásicamente, la melancolía se entendía como un cuadro de depresión endógena, profunda, de difícil abordaje. Al mismo tiempo, la melancolía se entiende como un estado psíquico más, sin necesidad de etiqueta psicopatológica de gravedad.
¿Qué dolor estaría detrás de la melancolía? El dolor de la pérdida; en cualquiera de sus posibles manifestaciones. La melancolía supone un proceso psíquico de mayor complejidad y de mayor sufrimiento mental, tanto si eclosiona como cuadro psiquiátrico o no. Veámoslo. El proceso de pérdida supone una escisión entre un yo -que desea- y un objeto -deseado. La frustración del deseo del yo, que supone la pérdida del objeto deseado, comporta dolor, para el yo. El dolor de la tristeza.
En el caso del duelo, el yo que siente la pena de la tristeza se recompone con la aceptación de la pérdida. La renuncia al objeto perdido deja libre al yo para seguir deseando nuevos objetos. En la melancolía sucede que el yo se hace uno con el objeto perdido y, consecuentemente, se pierde con la pérdida del objeto. Es como si el yo diera la razón al objeto perdido (persona, situación, proyecto) y se castigara a si mismo malqueriéndose. “El objeto no lo has conseguido porque tu -el yo- no vales la pena, no eres valioso”. En la melancolía hay una disminución significativa de la autoestima. Es, por lo tanto, mucho más masiva en su desmantelamiento que la tristeza. La melancolía puede llevar al yo a un proceso de abandono, de renuncia general, de dimisión, de imposibilidad de desear. La pérdida, así, no podría ser elaborada.
Percibimos la tristeza como una emoción negativa que nos limita, nos frena en nuestra normal desplegadura vital. Con todo, la tristeza nos podría suponer un cierto proceso de reflexión sobre nuestra situación y de nuestras expectativas. Nos devuelve nuestra vulnerabiliad así como la realidad de nuestra interconexión con el mundo. Somos seres deseantes y, por tanto, expuestos a la frustración. Esa es nuestra vulnerabilidad.
¿Qué nos puede aportar la tristeza, pues? En primer lugar, la posibilidad de procesar el dolor emocional. La tristeza nos devuelve la valiosa información de qué es lo que queremos, a quiénes queremos. Nos informa de cómo invertimos nuestras expectativas, energías, en definitiva, en qué ponemos nuestro deseo. Nos brinda, pues, la oportunidad de explorar nuestras heridas emocionales, comprender sus raíces.
En segundo lugar, nos da la posibilidad de reorganizar el mundo interno. Cuando experimentamos una pérdida, nuestro psiquismo se afecta, se desorganiza, ni que sea, eventualmente. Se impone la necesidad de reorganizarse. Ponderar en qué se ha fallado y, si cabe, por qué. La tristeza actúa como un puente entre el estado de shock inicial y la aceptación, permitiendo una reconstrucción de nuestra narrativa interna, si es posible.
En tercer lugar, la tristeza puede favorecer la conexión con los otros. La tristeza, en tanto que emoción negativa que bloquea, que limita, puede mover la compasión de los otros. Si la tristeza es compartida, puede generar empatía en los demás, promoviendo el apoyo emocional y, por tanto, reforzando los lazos interpersonales. La empatía ajena puede significar una inyección de validación personal y un refuerzo para la autoestima que facilite la elaboración de la pérdida.
La tristeza comienza a sentirse en la infancia, en el marco de las primeras relaciones significativas, especialmente con las figuras parentales. Fue la psicoanalista Melanie Klein quien destacó la importancia de la denominada posición depresiva en el desarrollo emocional temprano ¿Qué se entiende por posición depresiva? La posición depresiva es un estado mental, teñido de cierta tristeza ¿En qué sentido? Veámoslo.
El bebé está inmerso en una relación de completa dependencia de sus criadores, especialmente, de la persona con función materna. Depende de la disponibilidad maternal para la satisfacción de sus necesidades más perentorias: hambre, higiene, cobijo, amor. Esa es nuestra vulnerabilidad original como seres humanos, nuestra dependencia de los demás.
El estado mental del bebé cuando sus necesidades son satisfechas es de bienestar. Cuando son frustradas, o parcialmente satisfechas, o satisfechas con retraso para su necesidad, el estado mental es de malestar. Los dos estados mentales, el de bienestar y el de malestar, promueven en la mente infantil diferente consideración del objeto; o bueno o malo. Si el bebé está satisfecho puede creer que el objeto que le satisface es totalmente bueno. Si está insatisfecho, que el objeto es totalmente malo, porque le frustra. Para la mente infantil es como si hubiera dos objetos diferentes: el bueno y el malo.
La posición depresiva es un estado mental en el que el infante empieza a reconocer que la figura de apego, la madre, es un mismo objeto. Un objeto que no es completamente bueno ni completamente malo, sino una combinación de ambos. Es este reconocimiento el que puede generar tristeza, ya que implica aceptar la ambivalencia y la pérdida de la fantasía de un objeto completamente idealizado. Totalmente bueno o totalmente malo. La posición depresiva favorece la capacidad para enfrentar las pérdidas aportando realismo a la percepción subjetiva.
En el contexto de la terapia psicoanalítica, la tristeza se explora en profundidad para entender su origen y significado en la vida del paciente. A través del relato del paciente, el terapeuta y el paciente trabajan juntos para desentrañar los conflictos inconscientes que subyacen a esta emoción. El primer paso será, pues, el reconocimiento de la tristeza, su validación. Defenderse de la tristeza, evitarla, minimizarla o negarla, no sería el camino hacia el bienestar. Evidentemente, si fuera el caso, hay que dar tiempo al paciente para que pueda procesar el dolor de la tristeza y sostenerlo.
A partir del reconocimiento de la tristeza es cuando se pueden poner en marcha el proceso de exploración, de introspección en el paciente. De la mano del psicoterapeuta. El proceso deberá tener en cuenta los factores desencadenantes: la pérdida ¿Qué representa para el paciente? ¿Hasta dónde es consciente el paciente del dolor que le provoca la pérdida? ¿De qué no es consciente? ¿por qué no lo es? ¿Se puede hacer consciente? El psicoterapeuta, sin prisas, debe atisbar cuál es el conflicto emocional que subyace al dolor de la pérdida, qué conexiones y qué raíces tiene. Y buscar el momento en que proponer al paciente su consideración conjunta.
En psicoterapia psicoanalítica se trata de ir desvelando cuestiones que están entrelazadas, asociando unas con otras, siempre que el paciente pueda aceptarlas. Al ritmo de comprensión del paciente.
En última instancia, la tristeza, aunque dolorosa, es una oportunidad para el crecimiento emocional y el autoconocimiento. Desde la perspectiva psicoanalítica, la tristeza nos invita a confrontar nuestras pérdidas, explorar nuestras vulnerabilidades y reflexionar sobre nuestra identidad. En lugar de ser evitada o suprimida, la tristeza debe ser vista como una parte esencial de la experiencia humana. Una emoción, dolorosa, pero que nos conecta con nuestra particularidad y que nos vincula con los demás.
En el espacio terapéutico, la dolorosa tristeza se transforma en un puente hacia la curación, permitiendo al individuo reconciliarse consigo mismo. Con su configuración personal, con su pasado, con su presente y con su futuro; abriéndose a nuevas posibilidades ya en el presente. Así, el trabajo con la tristeza no solo alivia el sufrimiento, sino que también enriquece la comprensión de la vida mental. Consecuentemente, fortalece la ampliación del sentido de uno mismo.