Algunas personas sufren por el temor de sentirse rechazados en una relación interpersonal de distinto alcance. Es obvio que cuando nos preguntamos ¿por qué me siento rechazado? estamos dentro de una relación con otro o con otros; a quienes haríamos responsables de tal sentimiento. Es el otro -o los otros- los que nos rechazan.
El sentimiento de rechazo, su posibilidad, se inscribe en la posibilidad de la relación. Es decir, para que se desarrolle en una mente ese sentimiento es necesario que exista una interacción entre un sujeto y otro sujeto; o en un sentido amplio, otro ser. En el ser humano, el sentimiento de rechazo supone el reconocimiento de sí mismo, por un lado, y el reconocimiento del otro, por el otro. El otro que deviene alguien de quien uno espera alguna cosa y, a menudo, mucho; y que este otro nos frustra, provocando en nosotros el sentimiento de rechazo, de ser rechazados.
Es necesario estar abierto al otro, en el seno de una relación, de las características que sean (personal, familiar, laboral, académica, sentimental, amistad, etc..); para que se dé ese sentimiento -doloroso- de ser rechazado. Si no hay relación, no hay sentimiento posible de rechazo.
Todos tenemos experiencia de sentir mayor simpatía hacia unas personas que hacia otras; así como de sentir que caemos mejor -nosotros- a unos que a otros. Estas emociones a menudo se despiertan sin establecer una relación estrecha con alguien; es suficiente con contemplar cómo se expresa el otro, cómo habla, qué dice, cómo lo dice, cómo gesticula, cómo calla, cómo se presenta, etc. En otras ocasiones, ya anticipamos que no le vamos a caer bien al otro, antes de entrar en relación.
El ser humano es un ser en proceso de desarrollo continuo. Su existencia se da en un proceso que parece tener origen en su nacimiento y parece tener fin en su muerte. Decimos parece, porque su origen, o mejor, su nacimiento, solamente lo es, a los ojos de un tercero, que no es él mismo; además, su nacimiento se vincula necesariamente a su corporeidad. Cuando se ve su cuerpo aparecer en el parto, al salir de dentro del cuerpo de su madre a afuera, se rubrica su nacimiento; se conviene registrarlo en el registro de los nacidos.
Así ¿es cierto que la primera experiencia humana es la experiencia del nacimiento? Hoy en día está claro que no. Es un debate que puede herir susceptibilidades: plantearse desde cuando existe la vida de un ser humano, desde qué momento de la gestación; del cigoto, del embrión y del feto. En el vientre materno ¿cuándo se constata que se trata de un ser humano, o mejor, de un ser humano en proceso? Unos, tendrán una opinión, y otros, otra; respecto de la ubicación de la vida del sujeto humano en un momento u otro de la gestación en el vientre materno.
¿Cuándo se expresa el funcionamiento de la psicología del ser vivo dentro del vientre materno?; parecería que se podría convenir que desde el momento en que hay deseo, por rudimentario que sea, en busca de la satisfacción percibida. Se conocen las reacciones del feto a la deglución de sustancias preferentemente dulces. Así, se atribuye al feto intrauterino vida psíquica -en proceso de desarrollo.
Los orígenes de la vida psíquica tienen una característica de precariedad bastante notable. Veámoslo. La identidad -especialmente el sustrato biológico, el hardware- del feto, en sus orígenes, viene dada por la unión del material genético del padre y de la madre; que al unirse darán entidad al cigoto que, si todo prospera adecuadamente, formará, primero, el embrión y, segundo, el feto. Si éste llega a término, se producirá el nacimiento. Pero la precariedad no acaba aquí, porque, el padre, aporta su material genético y, después, se desentiende ‒biológicamente hablando‒ de la espontánea evolución de la gestación; teniendo un papel tan decisivo como tiene con la determinación del sexo. Por otro lado, la madre, presta no sólo su material genético sino también su propio organismo para acoger el organismo en evolución del nuevo ser. Por tanto, el ser humano está determinado por la relación de sus padres, inicialmente, biológicamente hablando.
En condiciones normales, ambos padres desearán generar un nuevo ser movidos por el amor que se declaran, en el mejor de los casos. Es revelador este dato biológico que hace imposible que un individuo humano ‒no es así en algunos otros seres vivos‒ pueda engendrar otro individuo humano; por sus solas fuerzas, siempre se da la necesidad de otro, en unión con el cual poder engendrarlo. Es decir, constitutivamente, la posibilidad de engendrar a un ser humano remite, necesariamente, a la relación, a la interacción entre dos sujetos, en la inmensa mayoría de casos; en una menor proporción, esta relación constitutiva, se depura, tratando de reducirla a una relación entre materiales genéticos de dos individuos.
El proceso biológico, por sí solo, no hace un ser humano. Es necesario añadir al sustrato biológico, al organismo fetal, todo un entorno de cuidados que favorezcan el paulatino desarrollo de las potencialidades humanas; inherentes desde el principio de la concepción. Hay que recordar que el ser humano es el animal más frágil de todos en su dependencia del cuidado del otro. Y, por otro lado, es el que puede llegar a un grado de evolución ontogenética más alto, en la cúspide de la evolución filogenética.
Los actuales conocimientos sobre vida intrauterina que se han ido matizando con los aportes de las nuevas tecnologías ponen de manifiesto que existe una transmisión de información entre el saco amniótico ‒donde habita el feto‒ y el exterior, o el cuerpo de la madre, o el ambiente. Así, el feto es sensible a los sonidos, así como al estado emocional de la madre, particularmente, por la traducción hormonal de sus emociones.
Pero no solo se trata de esta interacción cuasi biológica entre la madre y el hijo. A partir del nacimiento, los cuidados parentales al bebé van a modular la evolución de las emociones del mismo; en estrecha interacción con sus progenitores y con su entorno. La configuración de la relación con el entorno personal, emocional, comportamental, van a determinar la evolución de la vida emocional del bebé.
Las relaciones del bebé con su entorno van a ser determinantes para entender la gestación de este interrogante: ¿por qué me siento rechazado? Si en las primeras relaciones con el entorno no se devuelve una aprobación gozosa incondicional, de amor y aceptación básicas, hacia el bebé, éste desarrollará una inseguridad que será la cuna de las posteriores inseguridades de su vida infantil, adolescente, adulta, madura. En esta cuna se inscribirían, pues, los sentimientos de ser rechazado por el entorno en nuestras vidas de adultos, más o menos jóvenes, que llegarían más tarde.
La tendencia a sentirse rechazado por el entorno, especialmente si es reiterativa, es decir, si se produce una y otra vez, en distintos escenarios; es plausible pensar que podría provenir de estos cimientos de la vida psíquica que no habrían aportado al bebé un amor incondicional. Mejor dicho, un entorno suficientemente amoroso, que hubiera ayudado a modular los temores por los que todo ser humano transita; desde su más tierna vida emocional, según los especialistas en desarrollo precoz.
Como seres de relación que somos sentimos frustración una y otra vez en el seno de las relaciones. Las expectativas de cada “procesador” de la información que es la mente individual de cada sujeto, muy frecuentemente, tienen que validarse en el intercambio relacional; en la relación con los que tienen otros procesadores de la información, otras mentes, que también piensan y sienten y esperan de nosotros.
El otro nos infringe, una y otra vez -unas veces muy frecuentemente, otras, muy escasamente- frustración. Dependiendo de como esté configurado nuestro software desde nuestra más tierna infancia, podremos sucumbir o no a los sentimientos de sentirnos rechazados por el entorno; por las otras mentes en interacción con las nuestras. El desarrollo de relaciones emocionales que nos hagan sentirnos aceptados, amados, reconocidos, valorados -mejor si es de manera incondicional- va a aportar un caudal de experiencia a favor de saber tolerar la frustración que toda relación interpersonal lleva dentro de sí, en un grado u otro.
Lo primero que hay que hacer es verificar, a ser posible, si el rechazo que sentimos, proviene certeramente del comportamiento del otro que nos circunda; de su actitud, de sus palabras, de sus gestos, de su silencio, etc. O si, por el contrario, podríamos dudar que el otro fuese la causa de nuestro sentir. En otras palabras, si pudiéramos preguntarnos -si la emoción nos lo permite- a propósito de si somos nosotros los que lo interpretamos así; esa manera de proceder del otro, en la dirección del rechazo. Si esto nos es posible, estaríamos en el camino de la introspección, que es la puerta de entrada a lo que da sentido a una relación de ayuda como es la consulta psicológica.
La consulta psicológica, en el formato que se desarrolle, estaría indicada cuando la persona sucumbe, una y otra vez, a esta interpretación reiterativa; de que son los otros los que me rechazan. La relación de ayuda psicológica puede ayudar a la persona a revisar, introspectivamente, si las cosas son tan reiteradamente como ella las siente; o si unas veces sí lo son y otras quizás no, o quizás no tanto, ampliando el horizonte de percepción personal.