La herencia emocional es la predisposición para sentir, pensar y comportarse de acuerdo con condicionamientos de sentir, pensar y actuar recibidos de nuestros familiares. ¿Cómo se transmite la herencia emocional? Aun sin saber el mecanismo concreto de la transmisión se sabe que se da. Desde la más tierna infancia el niño, incluso antes hablar, capta el clima emocional de su entorno. La herencia emocional es la transmisión de pautas emocionales y de comportamiento que se dan de generación en generación. Los aprendizajes emocionales recibidos en un ambiente familiar se llevan a la constitución de la siguiente familia por parte de los padres. ¿Cómo se conoce la herencia emocional? Por un proceso de autoobservación que, idealmente, puede requerir la participación de una tercera persona que ayude a la toma de consciencia. La psicoterapia psicoanalítica es un recurso óptimo para tal fin.
Cuando se piensa en la herencia se puede tener la tendencia a referir el funcionamiento de la herencia genética y de sus leyes mendelianas. No, la herencia emocional no hace referencia a la herencia genética, sino a una herencia de caracteres que podríamos llamar invisibles. Estos caracteres se reproducen en las vidas de las personas, copiándolos, de forma inconsciente, de los que presentaban los padres y otros antepasados.
Las leyes mendelianas fueron descubiertas por el naturalista alemán Gregor Mendel, y fraile católico agustino, del siglo XIX. Leyes que siguen unos principios que determinan la expresión fenotípica y-o genotípica de los caracteres hereditarios. Estos principios son: principio de uniformidad, segregación y transmisión independiente. Según los cuales se pueden heredar los genes de los padres y de generaciones anteriores tanto si se expresan genotípicamente como fenotípica. Genotípicamente significa el conjunto de genes heredados de generaciones anteriores. Fenotípicamente significa la expresión física de los genes heredados. Es decir, aunque no se expresen físicamente determinados genes heredados, no quiere decir que no estén allí.
Los genes dominantes son los que se expresan de forma prevalente sobre los genes recesivos. En presencia de una combinación de genes dominantes y recesivos, los que se expresarán físicamente serán los dominantes, mientras que los recesivos, se transmitirán de forma silente. Las siguientes generaciones serán receptoras de esta transmisión recesiva que sólo podrá expresarse en ausencia de genes dominantes.
El sujeto humano está dotado de un cuerpo absolutamente recibido por herencia genética y marcado por multitud de genes autosómicos y recesivos. Pero también está dotado de una mente subjetiva. La mente sin el cuerpo no puede encarnarse, el cuerpo sin la mente no puede constituir una individualidad humana.
La subjetividad humana, la individualidad personal de cada uno, se configura en la interacción del cuerpo y la mente en un rico ambiente de emociones. El primer contexto de despliegue de la individualidad subjetiva es el que otorga la familia, a menudo constituida a partir de la pareja parental. En torno a las características cognitivas y emocionales del padre y la madre se organiza un funcionamiento mental, emocional y conductual de los hijos. Más los fenómenos grupales que emergerán en la familia si estuviera constituida por diferentes miembros, a partir de la presencia de hermanos u otros.
La familia es un escenario plagado de emociones, y de distinto signo. Emociones de amor, solidaridad, empatía, tolerancia, acompañamiento, respeto, euforia, esperanza, etc. Emociones de rivalidad, de desamor, de enfado, de rabia, de odio, de intolerancia, de tristeza, de soledad, de desesperanza, de desprecio, etc.
El escenario de las vivencias emocionales familiares es lo que condiciona el desarrollo de nuestra personalidad. Y ese escenario de la familia directa está condicionado por los escenarios anteriores de las familias de los antepasados. Las experiencias vividas por los participantes de las familias precedentes a la nuestra han nutrido la experiencia emocional de sus miembros. La memoria emocional de los participantes existenciales de unas y otras familias, de los padres y madres de nuevas familias, constituyen la posibilidad de la herencia emocional. La herencia emocional es, pues, la predisposición para sentir, pensar y comportarse de acuerdo con condicionamientos de sentir, pensar y actuar recibidos de nuestros familiares.
La herencia genética sigue unos condicionantes para transmitirse de una generación a otra; la herencia emocional ¿cómo se transmite? No existe una respuesta nítida respecto al mecanismo de transmisión, pero sí sabemos que la transmisión se da. Es más, se sabe que los bebés preverbales, que todavía no hablan, captan la comunicación de los adultos, sus intenciones, e incluso, el clima emocional familiar. Así lo acreditan los estudios en desarrollo infantil apoyados por los avances de la neurociencia social.
El niño aprende del entorno mediante la captación y asimilación del mundo exterior. El aprendizaje del lenguaje de los adultos se realiza por la vía de la inmersión en la lengua parental. El niño aprende el lenguaje porque se encuentra inmerso en un ambiente que lo emplea y acaba incorporándolo. Por imitación. Con el mundo de las emociones ocurre talmente: el niño vive en un mundo de emociones propias y ajenas que se interrelacionan. Están en el ambiente, se perciben de algún modo, aun, sin comprenderlas bien, incluso, sin poder nombrarlas. Es como si se respiraran.
La herencia emocional se transmite a pesar de que no se quiera, o se empleen esfuerzos en no transmitirla. Un ejemplo de tal situación es la que se vive en una familia, unos padres, que han perdido a su hijo. Es evidente que la pérdida de un hijo afecta dolorosamente a los padres. Los padres que pierden un hijo quedan marcados hasta tal punto por tal dolor que algunos especialistas creen que comporta un duelo imposible. Aunque estos padres afectados por tal dolor no quieran transmitir a los hijos el hecho luctuoso, no podrán conseguirlo. Los hijos, los que estén o los que estarán en un futuro, percibirán las consecuencias emocionales de tal tragedia. Se respirará en el ambiente, por parte de unos y otros.
El conocimiento de la herencia emocional recibida pasa por la toma de conciencia de las determinaciones que, reflexionando sobre ello, podemos encontrar configuran nuestra vida. Debe afinarse la observación o, más concretamente, la autoobservación. Y, es indispensable, tener conocimiento de las vidas de nuestros familiares y antecesores, al menos dos generaciones más allá, las de nuestros padres y abuelos.
Siguiendo con el ejemplo del duelo por el hijo fallecido no es infrecuente encontrar a personas que reciben el mismo nombre del hijo o hija muerta. ¿En un intento de los padres de negar la pérdida del fallecido o, dicho de otro modo, de recuperarlo? ¿Cómo afecta a los hijos que reciben el nombre del hermano fallecido esta adjudicación? ¿Podrá ser una obligación inconsciente la de tener que animar a los padres entristecidos a la reparación que les supone la pérdida?
En ocasiones no se trata de pérdida vital sino de la privación del contacto con el otro. Es el caso de los hijos que no tienen contacto con sus padres debido a la separación de la pareja. Este hecho condiciona una determinada relación tanto con el progenitor ausente como en el que está presente, tanto por defecto como por exceso. Es frecuente que estos hechos provoquen cierta crítica del ausente y cierta idealización del presente y, a veces, está al revés. El presente absorbe toda la queja y le ausente toda la idealización. Bien, esta condición vital es una herencia emocional que afectará a la siguiente generación o por repetir los patrones de la generación anterior o por tratar de superarlos. El intento explícito de superarlos no deja de ser el resultado de una determinación que uno tiene y que otra persona que no la tenga no sentirá tal necesidad.
En la mayoría de los casos no podrá hacerse más que absorberla, interiorizarla, incorporarla a la propia vida, con conciencia o sin conciencia. En una minoría de casos se tratará de superarla, modificarla aun con riesgo de caer en la afirmación de posicionamientos opuestos. ¿Cuántas veces nos encontramos con hijos de padres consumidores de qué sustancias tóxicas sean de las que no resultarán sus hijos partidarios? ¿Y cuántas con hijos abandonados por sus padres, en mayor o menor grado, que desarrollan una crianza de los propios hijos marcada por la sobreprotección? Como si trataran de reparar la herencia emocional recibida y se dijeran a sí mismos: «yo no lo haré».
Ciertamente, la herencia emocional va más allá de la absorción de actitudes, pensamientos, sentimientos y comportamientos negativos. También se heredan las capacidades emocionales positivas que son el resultado de una crianza, cuando éramos bebés, teñida por la empatía que los padres tienen con sus hijos. La psicología del desarrollo infantil asevera que las vinculaciones emocionales que han promovido el apego seguro madre-hijo, favorecen la libertad de exploración del mundo. En cambio, el apego inseguro promueve la inseguridad. Por tanto, ésta es otra herencia emocional, directa, el recibimiento de padres a hijos, que modulará, la forma de estar en el mundo de forma, quizás, duradera.
La posibilidad de conocimiento de la propia herencia emocional recibida será el resultado de un proceso de reflexión y de fina autoobservación. Este proceso a menudo precisa de las aportaciones, observaciones, interrogantes que sugiera un tercero que esté a cierta distancia de nosotros. Sin duda que la mirada de corte psicoanalítico puede ayudar a aflorar a la conciencia subjetiva estas determinaciones inconscientes. La terapia psicoanalítica es el contexto óptimo en el que la autoobservación puede llevarse a la práctica en un contexto seguro.