El sentimiento de culpa es uno de los sentimientos negativos más frecuentes que podemos sentir los seres humanos. Ahora bien, ¿qué función tiene el sentimiento de culpa en la vida de la persona? Primero, consideraremos la reflexión sobre la definición de culpa, mejor, del sentimiento de culpa; porque una cosa es la culpa, tenerla, y otra diferente, sentir la culpa.
La culpa podríamos entenderla como la atribución de una responsabilidad por una acción u omisión en una determinada circunstancia que provoca un daño, el que sea. La culpa, la acción de culpar, es una acción de la mente, un juicio de la mente, que puede ir dirigida hacia otra persona o hacia sí mismo. En primer lugar, la acción de culpar puede hacer recaer la responsabilidad de la acción de que se trate a otra persona.
Así, por ejemplo, una madre puede culpar a su hijo de no haber arreglado la habitación, o de no haber dedicado suficiente esfuerzo a las tareas académicas; una mujer puede culpar a su pareja de haber descuidado la realización de una tarea doméstica, o de desatenderla afectivamente; un trabajador puede culpar a su superior de no tener empatía con él, o de perseguirlo, o de acosarlo; un hijo puede culpar a su padre de excesiva exigencia, o de control de sus actividades, o de desinterés. Un estudiante puede inculpar a su profesor de no tener una actitud de querer transmitir su saber con genuino desprendimiento. Etcétera.
En segundo lugar, la culpa puede recaer sobre uno mismo. Cuando la culpa la asume la propia persona responsable estamos ante el sentimiento de culpa. La persona siente culpa por algo que ha sucedido y que ese suceso, o alguna consecuencia del mismo, se atribuye a si misma. Si se trata de la culpa por una acción, o por una reacción, de la propia persona es fácil la identificación de la responsabilidad. Así, por ejemplo, la persona puede sentir que ha reaccionado de manera irada en una conversación con otra y sentir la responsabilidad en ella misma de la consecuencia que esa reacción ha causado en el otro; eventualmente, distanciamiento, sorpresa, enfado, inhibición, agresividad, rabia, ira.
Más difícil de identificar puede llegar a ser la responsabilidad de una omisión propia. Aunque para unos sujetos más que para otros, puede ser menos difícil; va a depender de la personalidad de cada uno y de su sensibilidad. Esta sensibilidad es la que puede despertar ese íntimo sentimiento de culpa por no haber expresado la acción que uno creía que debía haber realizado.
El sentimiento de culpa también puede despertarse en relación con uno mismo, sin que exista interacción con el afuera, con ninguna persona. Yo puedo sentir culpa por distintas razones que no confieren a la presencia de nadie que no sea yo mismo. Por ejemplo, puedo sentir culpa de cómo llevo determinados aspectos de mi vida personal, familiar, laboral, académica, social, etc. Puedo culparme a mi mismo de no ser suficientemente bueno en uno u otros aspectos de mi vida. Puedo querer exigirme determinadas cotas de éxito en todos y cada uno de los aspectos de mi vida, o aspirar a tenerlo; y sentir que no hago lo suficiente para, por lo menos, acercarme. Estos son aspectos a considerar para valorar la función del sentimiento de culpa.
Otra posibilidad es que la culpa por una acción o una omisión propia se atribuya a otra persona, por una dificultad de asumirla uno mismo. En el caso de una interacción interpersonal en la que se ha establecido una reacción irada por parte de uno mismo puede ocurrir que la atribución de la ira se descargue sobre el interlocutor; el interlocutor habría provocado, por su acción o inhibición, la ira propia y a el se le haría el responsable. Echarle la culpa al otro de lo que uno está sintiendo en uno mismo.
Los motivos de esta externalización de la culpa podrían ser muchos: casi podríamos decir que en casi toda interacción humana existen motivos para culpar al otro. Cuanto mayor es el nivel de relación interpersonal, mayores son las probabilidades de echar la culpa al otro, y también de sentirla en uno mismo. Si no hay interacción, no es posible atribuir la culpa a nadie.
Para valorar la función de la culpa hemos de entender cómo se origina la culpa. La culpa siempre remite a una modalidad de la experiencia que es dolorosa, en algún sentido. La frustración es una posibilidad bien frecuente en la vida humana. Por motivos diversos, los humanos podemos sentir frustración en muchos aspectos de la propia vida. En el ámbito personal, en el familiar, en el laboral o académico, en el social, con las amistades, etc. Todos los ámbitos de la existencia de una persona pueden ser susceptibles de frustración. La frustración es la puerta de entrada de la culpa; ya que, el dolor que impone la frustración busca una causa. Es como si la mente humana necesitase representarse el suceder de la vida en términos lineales, de causa-efecto.
La frustración es patrimonio de la humanidad desde los orígenes de la misma existencia, de la más tierna infancia. Así, ya los bebés sienten la frustración, junto a la gratificación; y mientras la satisfacción les complace, la frustración les duele. Sin saber usar el lenguaje de las palabras, los bebés ya codifican la satisfacción y la frustración y, con sus herramientas, la comunican al exterior para que, desde afuera se intervenga para modularlas; de manera especial, la frustración reclama la intervención del afuera, de la madre o de la persona que realiza la función materna, para aliviarla. Podríamos decir que, mientras hay gratificación no hay consciencia de separación, hay fusión del bebé con la madre; es precisamente, la frustración la que va a abrir la puerta a la consciencia de separación del bebé con la madre.
Sobre estas primeras inscripciones en la mente humana de las experiencias de placer y de frustración se inscriben las posteriores; las que van a suceder a lo largo de la vida del infante, del púber, del adolescente, del joven, del adulto joven, del adulto mayor y del anciano. Sí, en todas las edades va a aparecer la posibilidad de la frustración, al lado de la posibilidad de la gratificación. La vida va a desplegar una secuencia de ambas sensaciones.
Mientras la satisfacción es una grata compañía para la mente, la frustración no lo es. Mientras la satisfacción se suele querer mantener a nuestro lado, la insatisfacción, no; la insatisfacción se pretende alejar de uno. Se requiere un esfuerzo mental, emocional, para poder habérselas con el sufrimiento que genera la frustración. Un esfuerzo que está llamado a ser una buena compañía para la mente que puede aprender a tolerar la frustración ya que el aprendizaje que va representar la tolerancia va a permitir el pensamiento madurativo de la persona y viceversa, el pensamiento va a promover la tolerancia. El resultado va a ser la modulación del sufrimiento.
¿Cuál podría ser la función de la culpa? Entendiendo la culpa como un sentimiento interno, esta culpa propia puede avisarnos de una inscripción en la mente de algo que causa dolor; este registro mental puede promover la reflexión ¿por qué siento culpa? La respuesta a la pregunta puede orientar en el sentido de procurar entender su presencia: ¿qué ha sucedido en mi existir? ¿cómo ha sucedido que se ha despertado la culpa en mi? Así, estaríamos valorando la función del sentimiento de culpa.
Bien entendido, el sentimiento de culpa, si hay la suficiente madurez para elaborarlo, para encontrarle un sentido en la condición actual de la vida, una función, es la posibilidad de una ampliación de los límites de la propia existencia. Si acepto la culpa que siento, puedo abrir la puerta a la posibilidad de la reparación. A actuar de otra manera, aunque sea en la siguiente ocasión.
Ni que decir tiene que la autoinculpación puede ser un indicador de cierta insania mental. En determinados perfiles de personalidad puede aparecer esta tendencia exagerada al sentimiento de culpa que puede interferir las posibilidades de una vida suficientemente saludable; la dosis de satisfacción ha de poder tener mayor dimensión que la de la insatisfacción para que la vida valga la pena. El sentimiento de culpa exagerado hace la vida más difícil a la persona que lo siente. Sin duda, las personas con exceso de culpa pueden beneficiarse de una ayuda psicológica o psicoterapéutica.
La culpabilización a otro también puede ser una ocasión para el crecimiento personal. Esta posibilidad se ha de entender, en el ámbito de la relación estrecha, del tipo que sea, de uno mismo con alguien a quien se culpa. La inculpación al otro es un hecho corriente en la experiencia humana. Siempre podemos tener motivos para juzgar que la otra persona ha cometido un daño, el que sea; de manera especial, si el daño nos es causado a nosotros mismos.
Ante la experiencia de dolor, la humana naturaleza tiende a querer alejarse, ya lo hemos dicho. El dolor no es considerado una buena compañía. Si el otro nos causa un daño y le culpamos, lo normal es no querer incorporar ese dolor. Pero aquí aparece la posibilidad de elaborar el daño, ¿cómo?; abriendo la posibilidad de reflexionar sobre lo que ha sucedido y, en particular, sobre la reacción que consideramos «culpable». La reflexión puede promover el incremento del conocimiento del otro y, también, de uno mismo, y la revisión de las condiciones que nos han llevado a la atribución de la culpa; en el mejor de los casos, puede hacernos revisar la dureza de nuestro juicio, considerando la posibilidad de nuestra corresponsabilidad. Sin que, necesariamente, rectifiquemos la responsabilidad de la culpa del otro.
La reflexión ponderada puede darnos matices de comprensión que el dolor inicial no nos permite; reflexión que habría sido fruto de la tolerancia que se habría instalado con posterioridad, cuando el dolor habría decrecido. En la psicoterapia psicoanalítica se promueve la capacidad de reflexión del paciente y, en consecuencia, la posibilidad de reconsiderar las percepciones y los juicios sobre los otros y sobre si mismo. Esta capacidad puesta en acción y sostenida en el tiempo permite que el paciente vaya incorporándola para poder aplicarla por si mismo.